¿Quién es responsable por la crisis de los opioides, y quién pagará en última instancia?
Por muy deplorable que sea el comportamiento de los miembros de la familia Sackler, esta epidemia era demasiado compleja para que la creara un solo grupo.
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En 2013, estaba investigando para un libro sobre la epidemia de opioides, y me encontré a mí mismo recorriendo, junto con un abogado, un vecindario conocido como The Bottoms, en la ciudad de Lucasville, sur de Ohio.
Bottoms es un barrio de gente pobre que vive en remolques y casas pequeñas y rústicas, y que se ve inundado de vez en cuando por el río Scioto, que pasa cerca. Entre las cosas que habían destrozado la vida de la gente allí estaba la adicción a lo que para entonces todo el mundo llamaba “OC”.
OC era una abreviatura de OxyContin, la píldora narcótica recetada contra el dolor, comercializada -con lo que ahora comprendemos como flagrancia histórica- por la compañía Purdue Pharma, de Connecticut, propiedad de la familia Sackler.
De Bottoms habían surgido algunos de los primeros demandantes del país en juicios contra Purdue. Sin embargo, ninguno de esos ni otros procesos habían prosperado; los opioides tenían una forma de convertir a cada demandante en lo que un jurado consideraría un adicto a la confabulación, el robo y la negligencia de menores.
Mientras tanto, pocas familias en otros sitios, de cualquier clase económica, querían hablar sobre las adicciones de sus seres queridos, sus tratamientos reiterados, sus vidas en las calles y las muertes por sobredosis. Se avergonzaban y escondían, seguras de estar solas ante tal situación.
Así que, recuerdo caminar por Bottoms convencido de que los Sackler eran intocables frente a las denuncias legales. Eran miembros anónimos del uno por ciento ultramillonario de EE.UU. Forbes luego los nombró una de las familias más ricas del país, eclipsando a los Rockefeller, debido en su totalidad, según informó la revista, a las ventas del OC que dañaron a la gente en el vecindario The Bottoms de Lucasville, Ohio.
De hecho, cuando mi libro, “Dreamland: The True Tale of America’s Opiate Epidemic” (Tierra soñada: la verdadera historia de la epidemia de opioides en EE.UU), se publicó, en abril de 2015, estaba acostumbrado al silencio nacional sobre el tema. Solo conocía tres demandas contra las farmacéuticas que vendían opioides, presentadas por condados y que estaban suspendidas.
Entonces, para mi asombro, se rompió el silencio. Ese año, muchas familias comenzaron a emerger de las sombras. Los obituarios empezaron a decir la verdad. Pronto, las denuncias contra los laboratorios se dispararon a más de 2.600, incluida una de cada procurador general del país. Massachusetts fue el primer estado en demandar a los Sackler por su nombre; luego siguieron otros.
La mayoría de los estadounidenses dicen tener problemas para dormir desde el comienzo de la pandemia. Solucionar eso, dicen los expertos, no será fácil.
Recordé Bottoms cuando escuché la reciente resolución de demandas presentadas por 15 fiscales generales estatales. Purdue, tal como lo conocemos, dejaría de existir. La familia aportaría $4.500 millones a esos estados para tratamiento y prevención. Muchos millones de documentos internos de Purdue y su consejo dominado por los Sackler se harían públicos en línea.
La procuradora general de Massachusetts, Maura Healey, había comandado a ese grupo de estados. Ella culpó a los “Sacklers multimillonarios” por crear la epidemia de opioides con ventas agresivas de OC, y los llamó “villanos dignos de los libros de historia”.
OxyContin ayudó a encender el nuevo mercado de la heroína, que se expandió a medida que los analgésicos recetados se extendían de costa a costa. Antes del OC, los opioides venían mezclados con acetaminofén para disminuir la posibilidad de abuso. El acetaminofén dañaba el hígado y los riñones, por lo cual la mayoría de las personas nunca desarrollaban una adicción lo suficientemente desesperada como para consumir heroína. Hasta que llegó OxyContin, sin control para evitar el abuso, y llevó a los pacientes a consumir altas dosis diarias muy rápidamente. Una vez que perdían su seguro o un médico rechazaba darles la prescripción, no tenían dónde acudir más que a la potente y barata heroína mexicana.
Los Sackler, mientras tanto, tomaban cientos de millones de dólares de Purdue cada año, unos $4.000 millones en total, que la compañía podría haber utilizado para financiar la investigación y el desarrollo (I+D) y diversificarse lejos de los opioides. Sin embargo, ninguna cantidad de efectivo parecía suficiente para los Sackler, que impulsaron las ventas con un esfuerzo cada vez mayor.
La clave de todo esto también, creo, es un sistema de salud que incentiva las píldoras rentables y la toma de medicinas por sobre el bienestar. Purdue no estaba sola; muchas otras empresas igualmente son culpables. Sin embargo, fueron Purdue y los Sackler quienes tomaron un producto, un opioide -capaz de hacer un bien milagroso-, y lo comercializaron como un medicamento de venta libre.
El condado de Los Ángeles exige ahora el uso de mascarilla en lugares públicos cerrados, lo que abre una nueva línea de batalla, ya que el coronavirus está aumentando considerablemente entre los no vacunados.
En todo Estados Unidos, las personas que ya tenían suficiente con qué lidiar empezaron a ver cómo sus seres queridos se volvían adictos y morían a causa de drogas destinadas a tratar fuertes lesiones laborales, accidentes automovilísticos o extracciones de muelas del juicio.
Presiento que los millones de documentos adicionales que se harán públicos difuminarán aún más esa historia. Para mí, los Sackler personificaron la Era de los Opioides en Estados Unidos, nuestra última Edad Dorada, en la que el afán por el dinero estuvo divorciado de cualquier brújula moral o preocupación por la ciudad y el vecindario propios.
Sin embargo, a pesar de lo deplorable que supuestamente se comportaron los miembros del clan Sackler, esta epidemia fue demasiado compleja para que la hubiera creado un grupo. Nada de esto hubiera sido posible sin nosotros, los consumidores estadounidenses de atención médica. Parte de la historia, afirman los médicos con los que he hablado, fue que insistimos cuando nos sugerían que no necesitábamos narcóticos para mucho de lo que nos afligía, sino que debíamos trabajar en nuestro propio bienestar. Pero nosotros no queríamos escucharlo; entonces, también formamos parte de la Era de los Opioides.
En un sentido más amplio, las raíces más profundas de la epidemia se encuentran en nuestro aislamiento y la destrucción de la comunidad, tanto en los vecindarios ricos como en los pobres. Pasamos 40 años destrozando el sentido de comunidad, exaltando al sector privado. Vimos cómo los empleos se marchaban y las ciudades enteras tambaleaban, indefensas ante lo que vendría después -que resultaron ser, a fines de la década de 1990, los analgésicos recetados por los médicos-. Todos nos volvimos tan vulnerables como los trabajadores y las comunidades de donde se extendió la epidemia de opioides.
El dinero que Purdue Pharma y la familia Sackler están aportando me parece poca cosa, en comparación del daño incalculable causado. La adicción a los opioides, mientras tanto, se transformó en una epidemia de adicción a las drogas sintéticas producidas en México.
Aún así, a pesar de sus limitaciones, el acuerdo de Purdue Pharma es un ejemplo de cambio legal creado por la presión comunitaria, en parte desde lugares típicamente ignorados, como el sur de Ohio. Dentro de ella se encuentra la lección más importante de la epidemia: nuestra defensa contra fuerzas económicas como Purdue Pharma es comprender que somos mejores juntos, fuera de las sombras y en comunidad.
Porque es una cuestión radical: algo sucede cuando la gente se enfrenta al poder y da un paso al frente, entendiendo que no está sola.
Sam Quinones, ex reportero de Los Angeles Times, es el autor de “Dreamland: The True Tale of America’s Opiate Epidemic” y “The Least of Us: True Tales of America and Hope in the Time of Fentanyl and Meth”, que se editará el próximo mes de octubre.
Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.
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