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Rodrigo y Gabriela llevaron ritmos insólitos y contundentes a un Bowl extasiado

El dúo mexicano Rodrigo y Gabriela se presentó en un Hollywood Bowl que se encontró lleno y se mostró especialmente receptivo a su particular propuesta musical.

El dúo mexicano Rodrigo y Gabriela se presentó en un Hollywood Bowl que se encontró lleno y se mostró especialmente receptivo a su particular propuesta musical.

(Dave Martin / AP)

Las primeras notas que se escucharon ayer en la noche dentro del Hollywood Bowl fueron las del himno nacional estadounidense, lo que hizo que los miles de asistentes que se encontraban ahí (o la mayoría de ellos) se pararan para cantar mientras colocaban una mano sobre el pecho. Pero lo que se iba a ver se encontraba lejos de ser un espectáculo de alabanza al Tío Sam.

Claro que tampoco se trataba de un acto contracultural ni rebelde, sino de la actuación de Rodrigo y Gabriela, un excitante dúo de guitarristas acústicos que proceden del país vecino y que no ostentan un mensaje político (“estamos aquí para llevarnos su dinero, porque somos mexicanos”, fue lo más osado que dijeron), pero que han revolucionado de un modo u otro la escena internacional con una propuesta básicamente instrumental en la que combinan elementos de la música clásica, el jazz, el flamenco y, sí, el heavy metal, ese género que, hasta donde sabemos, nunca ha sido albergado por el Bowl, al menos en sus vertientes más puras.

La presentación del domingo, enmarcada por una noche particularmente cálida y adorable que encontró llenas las butacas del inmenso auditorio (lo que es desde ya un logro considerable para un dúo al que vimos hace unos cuantos años en un pequeño club), era especial desde el inicio mismo, debido a que si bien estos dos músicos suelen presentarse completamente solos, contaron esta vez con la compañía de la Orquesta del Hollywood Bowl, que abrió fuegos por cuenta propia con un breve repertorio dedicado a piezas de música clásica relacionadas al universo latino, entre las que figuraron obras del cubano Ernesto Lecuona y del brasilero Antônio Carlos Jobim y, sobre todo, una versión del “Interludio” y “La Danza” del español Manuel de Falla que fueron absolutamente sublimes e incluyeron un sobrecogedor solo de violín por parte de una dama.

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En realidad, a partir de la la mitad del concierto, Rodrigo Sánchez y Gabriela Quintero (quienes fueron en algún momento pareja, pero ya no) prescindieron de los demás instrumentistas para demostrar que sus habilidades son tan grandes que les resulta posible llenar de sonido cualquier auditorio en el que se hallen sin necesidad de nadie más, sobre todo porque mientras que el primero es el encargado principal de los solos, la segunda no es una simple guitarrista rítmica, sino que es capaz de generar ritmos de toda clase -y de particular potencia- al golpear de manera creativa sus cuerdas y la madera del mismo instrumento.

Pese a la introducción ya citada, los protagonistas de la velada son unos mexicanos capitalinos que se encuentran plenamente orgullosos de su cultura, pero que no se empeñan en remarcarla dentro de su arte, porque lo suyo no tiene influencia alguna de las rancheras, por ejemplo; y la música estadounidense ha dejado una clara huella en lo que hacen, sobre todo por el lado del ‘thrash metal’, una escuela radical del rock pesado que se encuentra siempre presente en sus rasgueos de cuerdas y en la velocidad con la que tocan.

La Orquesta del Hollywood Bowl abrió no solo el concierto de Rodrigo y Gabriela, sino que los acompañó también en buena parte de su acto.

La Orquesta del Hollywood Bowl abrió no solo el concierto de Rodrigo y Gabriela, sino que los acompañó también en buena parte de su acto.

(Gina Ferazzi / Los Angeles Times)

Si eso no fuera ya claro, Sánchez y Quintero invitaron en un momento dado al escenario a Marty Friedman, un virtuoso de las cuatro cuerdas que vive actualmente en Japón, pero que es idolatrado por las masas ‘metaleras’ debido a rol esencial en la carrera del célebre grupo de ‘thrash’ Megadeth. Luciendo todavía la melena de rulos que lo dio a conocer, el estadounidense Friedman llegó con su instrumento eléctrico en los brazos y participó en una encendida versión del “Oblivion” de Astor Piazzola.

Por si fuera poco, más adelante, la invitación le correspondió a Robert Trujillo, el bajista de Metallica de ascendencia mexicana, quien acompañó a los anfitriones en un ‘popurrí’ de temas de su banda compuesto por fragmentos de “Orion”, “For Whom The Bell Tolls” y “Battery”. Estamos seguros de que algunos de los mayores de la audiencia se espantaron un poco con esto, pero los demás mostraron a gritos su alegría, probando con ello su entusiasmo por la insólita entrada del metal a un recinto de este tipo, aunque fuera en una versión mucho menos ruidosa que la habitual.

No todo fueron ‘covers’, por supuesto; de hecho, el asunto empezó en plan mucho más bailable con “Santo Domingo”, un corte del tercer álbum de Rodrigo y Gabriela, “11:11”, que resulta de lo más rumbero; y ese estilo se mantuvo en la composición siguiente, “Savitri”, procedente de la misma placa, aunque dueña ya de unos ‘riffs’ ciertamente pesados.

Pero la sorpresa mayor llegó cuando Sánchez rompió la regla aparentemente eterna de su grupo de hacer solo instrumentales para presentar una pieza inédita vocalizada, “Waiting to Be Free”, que lo mostró no como un cantante espectacular, pero sí como uno extremadamente afinado.

Y justo cuando se temía que la cosa empezara a orientarse hacia el lado del pop, llegó Friedman, sucedido por la interpretación sin orquesta de “The Soundmaker”, un título procedente del disco más reciente, “9 Dead Alive”, que es una de las creaciones más ‘heavy’ del grupo. Tampoco faltó un tributo a Carlos Santana, “Hanuman”, que tiene aspectos más tropicales, y que se convirtió en la antesala de la poderosa “Diablo Rojo”, bastante aflamencada.

Tras la salida de Trujillo, hubo espacio para otra composición nueva y cantada, “Somos de arena”, que los músicos aprovecharon para mencionar a los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, pero también para lanzar una proclama de positivismo y de “buenas vibras”. Y el final llegó con “Tamacun”, que es su canción más conocida, y que se escuchó a través de una placentera versión extendida. Cuando todo acabó, los altoparlantes se pusieron a vibrar con “Hell Bells” de AC/DC, como para remarcar que no se había tratado de una velada del todo santa.

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