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Se aseguró de que los cuerpos de los musulmanes muertos estuvieran orientados hacia La Meca

Two people place flowers at a gravesite
Dos de los hijos de Hashem Ahmad Alshilleh, Rayah, a la izquierda, y Mahmoud, ambos agentes de policía, colocan flores en la tumba de su padre en Westminster Memorial Park Mortuary.
(Irfan Khan / Los Angeles Times)

Mahmoud y Rayah Shilleh caminaron en silencio por el Jardín Islámico en Westminster Memorial Park hacia la tumba de su padre, Hashem Ahmad Alshilleh.

Pasaron por delante de una fila tras otra de tumbas idénticas, parcelas rodeadas de bordillos de hormigón y cubiertas de piedra blanca, con lápidas elevadas que sirven como lugar de descanso para más de 1.500 musulmanes.

“Todo esto es el legado de mi padre”, dijo Mahmoud, un oficial del Departamento de Policía de Corona de 25 años, mientras esperaba la llegada de sus hermanos. “Es una lección de humildad”.

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Durante más de 30 años, Alshilleh ayudó a enterrar a una generación de musulmanes del sur de California. El residente de Riverside lavaba y amortajaba los cadáveres de los hombres según las costumbres islámicas y llevaba los cuerpos de hombres y mujeres a cementerios desde Rosamond a Victorville, desde San Diego al condado de Orange.

El conductor de camiones, delgado pero fuerte, se quedaba con cada cuerpo hasta que lo bajaban a la tierra. Entonces entraba a la fosa para asegurarse de que el difunto yacía sobre su lado derecho, orientado hacia La Meca, para esperar el Día de la Resurrección. Después, Alshilleh salía para ocuparse de los vivos. Disolvía discusiones, ofrecía oraciones en la tumba y hacía todo lo que las familias en duelo le pedían.

Nunca cobró por sus servicios, basándose únicamente en las donaciones. En muchos casos, reunía esos fondos para pagar los funerales de desconocidos, musulmanes o no.

Sus cinco hijos, dos policías, dos constructores y una enfermera, sabían que su padre era una parte importante de la comunidad musulmana local. Pero no fue hasta que Alshilleh falleció el 8 de enero a los 75 años cuando se dieron cuenta de la magnitud del hombre.

“Sabíamos que era un gran tipo, pero hablando con la gente fue como descubrimos que era una leyenda”, dijo su hijo mayor, Ahmad, de 33 años.

“Baba se mantuvo en silencio sobre quién era”, dijo la hermana gemela de Ahmad, Ayah Shilleh-Velázquez. “Sabíamos lo que hacía, pero no presumía de ello”.

“Recibí más de 300 llamadas de todo el mundo cuando murió mi padre”, añadió Mahmoud. “Los mensajes eran todos iguales. ‘Enterró a mi suegra. Enterró a mi hijo. Enterró a mi padre, mi amigo’”.

“No hay familia musulmana en el condado de Orange o en el Inland Empire que no se haya beneficiado directamente de la ayuda de Abu Ahmad”, dijo Hussam Ayloush, refiriéndose a Alshilleh con un honorífico árabe que significa “padre de Ahmad”. El director ejecutivo de la oficina de Los Ángeles del Consejo de Relaciones Estadounidenses-Islámicas (CAIR, por sus siglas en inglés) calcula que ha presenciado cientos de funerales, “y Abu Ahmad fue la persona que ayudó en la inmensa mayoría de ellos”.

Incluidos los de todos sus familiares.

Alshilleh llegó a su vocación por necesidad. Cuando era adolescente, su padre murió repentinamente y nadie quería preparar su cuerpo. Así que Alshilleh, como hijo mayor de refugiados palestinos en Jordania, se encargó de la tarea. Preguntó a los ancianos, a los imanes y a cualquiera que pudiera saber algo, cualquier cosa.

“Después de eso”, dijo su hijo Mohammad, “Baba prometió a Dios que lo haría por los demás para siempre”.

Continuó su labor benéfica en Estados Unidos, primero en la ciudad de Nueva York y luego en Riverside, donde se estableció en 1993 y enseguida se ofreció como voluntario en las funerarias del Inland Empire. La migración musulmana al sur de California iba en aumento, y la industria funeraria necesitaba gente como Alshilleh. Cuantos más cadáveres lavaba, mejor y más experto se volvía, hasta que fue ampliamente reconocido como el mejor de los mejores.

En este día, las dos últimas filas de tumbas por las que pasaron los hermanos Shilleh eran poco más que docenas de montículos de tierra. Unos papeles enmarcados coronaban cada una de ellas para señalar a los difuntos. Son tantos los musulmanes de la región que han muerto de COVID-19 en estos últimos meses que, sencillamente, ahora no hay tiempo suficiente para terminar nuevas tumbas.

Una de esas víctimas fue Alshilleh. Su tumba está a una parcela de distancia de la última persona que enterró.

“Sus buenas acciones siempre protegerán a su familia”, dijo Isa Farrah, quien trabajó junto a Alshilleh en la funeraria Olive Tree Mortuary de su padre en Stanton desde que era un adolescente. Saludó a los hermanos Shilleh y volvió a darles el pésame. El hombre de 30 años miró a su alrededor. “Miren cuánta gente se benefició de él. Esto es por lo que vivió y murió”.

A continuación, Farrah parafraseó el verso coránico que los musulmanes recitan en cada entierro:

De la tierra fuimos creados.

A la tierra volveremos.

De la tierra resucitaremos.

Lo dijo mientras todo el mundo se disputaba el espacio junto a una cerca que colindaba temporalmente con la tumba de Alshilleh. Junto a ella, tres parcelas de enterramiento recién cavadas esperaban ataúdes para ese mismo día.

Goulade Farrah, propietario de Olive Tree Mortuary y director de funeraria de la Sociedad Islámica del Condado de Orange, conoció a Alshilleh hace 16 años. Los dos se convirtieron en colegas y rápidamente en amigos.

“Abu Ahmad era una de esas personas enviadas por Dios”, dijo Farrah. “Creía que sabía lo que hacía, pero al ver a este tipo, era una universidad”.

Farrah recordó que en múltiples ocasiones los familiares de los fallecidos se quejaban ante él de que Alshilleh no respetaba las costumbres funerarias específicas de sus países de origen. “Entonces los escuchabas llamar por teléfono a alguien que creían que sabía más”, relató Farrah, con asombro en su voz, “y le decían a la persona que llamaba: ‘No, [Alshilleh] lo está haciendo bien. Déjalo en paz’”.

Alshilleh acabó dejando su trabajo de conductor de camiones para dedicarse a preparar cuerpos a tiempo completo a medida que crecía la demanda. Enseñó a sus hijos lo básico: Empezar el baño ritual lavando la mano derecha tres veces. Envolver el cuerpo en tres simples paños blancos. Usar equipo de protección personal en todo momento. Tener en cuenta cómo colocar los brazos: los suníes quieren los cadáveres con los brazos cruzados sobre la sección media, mientras que los chiíes los prefieren al costado.

“Siempre me decía: ‘No temas nunca a la muerte, hijo’”, dice Mahmoud, quien fue aprendiz a sus órdenes durante dos años, “‘porque un día seremos nosotros’”.

Sus hijos intentaron frenar a su padre con el paso de los años, pero Alshilleh siempre los rechazaba. “Baba decía que no era un trabajo para él”, dijo Rayah, una oficial de policía de Los Ángeles. “Que era una bendición”.

Pero vieron un cambio en él cuando el coronavirus arrasó el sur de California. Ya no podía entrar en las parcelas de enterramiento para colocar los cuerpos hacia la Meca. Ya ni siquiera podía bañarlos con agua, sino que recurría a un tipo de purificación diferente, llamado tayammum, que consistía en frotar tierra sobre el difunto, pero ahora debía hacerse sobre la bolsa para cadáveres.

En otoño, Alshilleh salía de casa a las 4 de la mañana y a menudo no regresaba hasta las nueve de la noche.

“Se veía tan cansado”, dijo Mahmoud. “Decía: ‘Todos los que estoy enterrando, todo es COVID’”.

El 21 de diciembre, Rayah recibió una llamada del Departamento de Policía de Ontario en la que le decían que habían encontrado a su padre desorientado y vagando por la calle. Acababa de salir del trabajo y tenía una fuerte tos. Era COVID. Murió tres semanas después.

Goulade Farrah preparó el cuerpo de Alshilleh, con la asistencia de Mahmoud. “Era como un padre para mí”, dijo Farrah. “Fue difícil tratar de contener mis emociones, porque quería hacer lo mejor para Abu Ahmad”.

Farrah frotó tierra sobre Alshilleh sobre la bolsa para cadáveres, recitando las oraciones adecuadas. Y se aseguró, por supuesto, de colocar a su mentor en dirección a La Meca, como Alshilleh se había asegurado de hacer con los miles y miles de fieles bajo su cuidado.

Más de 40 personas se aseguraron de acudir al funeral de Alshilleh, socialmente distanciado, para cumplir con un hadiz que afirmaba que si alguien tenía esa cantidad de personas rezando por él en su entierro, Alá aceptaría su intercesión.

Uno de ellos fue Ayloush.

“Mi mayor pesar como activista es que no hayamos podido honrar a Abu Ahmad y reconocerlo mientras estaba vivo”, dijo el director del CAIR de Los Ángeles. “Me rompe el corazón. Estos pioneros están desapareciendo, personas que fueron desinteresadas y dieron sin expectativas cuando la comunidad más los necesitaba”.

Los hijos de Alshilleh planean crear una organización sin fines de lucro en su memoria para pagar los funerales de las personas que no pueden costearlos, aunque saben que su padre habría fruncido el ceño ante cualquier reconocimiento.

“Nunca lo llamó trabajo”, dijo Ayah. “Jamás lo hizo como fuente de ingresos. Siempre nos decía lo mismo: ‘No lo hago por dinero. Lo hago por Dios’”.

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