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Recordando a David Vázquez, profesor de náhuatl que trabajó para salvar la historia de los antepasados

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Francisco Barragán había estado sufriendo por la muerte de su madre y el consiguiente sentimiento de soledad, durante casi un año, cuando su maestro de lengua azteca ofreció una perspectiva diferente.

Desde el sótano de una iglesia episcopal en Santa Ana, David Vázquez había servido como fuente de conocimiento para los estudiantes de todo el país interesados en reconectarse con sus raíces ancestrales, indígenas. Ejerció su nativo náhuatl, una lengua hablada por los aztecas, como un punto de entrada en la historia y cultura de México.

Después de 20 años de su guía espiritual, Vázquez creó un marco que ayudaría a preservar la historia de sus antepasados más allá de su vida. Animó a los estudiantes a reclamar un elemento de su cultura que perdieron.

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Para consolar a Barragán, Vázquez les dijo a él y a sus compañeros en 2018 cómo los aztecas enterraban la placenta de un recién nacido cerca de la casa de la familia, o bajo un árbol cercano, para que el niño siempre estuviera conectado a la Madre Tierra y le trajera buena suerte.

Y en ese momento, el estudiante finalmente encontró la paz. Se dio cuenta de que todavía estaba conectado con el espíritu de su madre. “Limpié mis lágrimas mientras hablaba y me miraba”, contó Barragán. “Fue casi como un viaje espiritual y tuvimos una hermosa guía para eso”.

Después de años de enseñanza, Vázquez murió el 30 de enero, informó su hijo Moisés. Tenía 65 años. La familia no reveló la causa de la muerte.

“David realmente tenía este carisma, un don espiritual, al comunicar las raíces de su cultura indígena”, señaló Brad Karelius, un pastor de la iglesia de Santa Ana que dio la bienvenida a Vázquez por primera vez en 1989. “Sus clases se convirtieron en una especie de despertar para los mexicano-estadounidenses. Sus alumnos entendieron que era más que letras y vocales, sino una puerta a otro mundo donde lo sagrado impregnaba todo”.

La afinidad de Vázquez por su cultura comenzó en su ciudad natal de Tlalmotolo, en el estado mexicano de Puebla, donde creció hablando náhuatl. Con oportunidades limitadas en la zona, emigró al norte para encontrar un nuevo hogar para su familia.

En Santa Ana, una de las ciudades más latinas de Estados Unidos, trabajó como jornalero hasta que se encontró tocando música durante la misa en español en la Iglesia Episcopal del Mesías. Karelius finalmente contrató a Vázquez como el sacristán de la parroquia.

Desde el atardecer hasta el amanecer, limpiaba bancos de iglesia, actuaba como guitarrista durante la misa, limpiaba inodoros y ayudaba a encabezar celebraciones religiosas mexicanas. Para el Viernes Santo, dirigió la procesión de las Estaciones de la Cruz por toda la ciudad, llevando la cruz de madera que construyó con sus manos. Recitó poesía en náhuatl durante el cumpleaños de la Virgen de Guadalupe. Su esposa, Rosa, quien siempre estaba a su lado, ayudó a cocinar alrededor de 1.000 tamales para posadas.

Rápidamente se convirtió en un líder de la iglesia, pero Vázquez realmente prosperó cuando cumplió su sueño de abrir una escuela para transmitir su lengua materna.

Inicialmente enseñó a la gente en su casa, hasta que transformó la sala del coro del sótano de la iglesia en un aula improvisada. Decoró las paredes con carteles que creó, mostrando frases en jeroglíficos náhuatl, español e inglés. A través del contacto personal y la ayuda de una revista local, la gente aprendió sobre el hombre que enseñaba este antiguo idioma.

“Simplemente tenía muchas cosas difíciles con las que lidiar que cansarían a cualquiera, pero cuando comenzó sus clases, pude ver que su vida tenía más significado”, señaló Karelius.

Poco después, centros comunitarios, universidades y escuelas invitaron al maestro a sus aulas para dar conferencias. Se le ofreció empleo como traductor en un idioma especial para un caso judicial en el que el acusado solo hablaba náhuatl, indicó Moisés. Se convirtió en un traductor judicial certificado y viajaba con frecuencia a todo el país por su trabajo. El pago extra lo ayudó a él y a su familia a sobrevivir.

A pesar de que Vázquez tomó más trabajo y soportó un horario de viaje agotador, permaneció comprometido con sus estudiantes en Santa Ana.

Durante dos horas todos los sábados, transmitía lo que había aprendido, de sus mayores en su ciudad natal, a la siguiente generación con la esperanza de preservar su cultura. “Sus clases siempre serían gratis, pero podrías dar donaciones y conseguir su [libro de trabajo autopublicado]”, comentó Moisés. “El dinero nunca fue un objetivo al momento de compartir su cultura. Por eso tenía su trabajo diario”.

Cuando los nuevos estudiantes asistían a clase, Vázquez volvía a lo básico para que pudieran mantenerse al mismo nivel de aprendizaje. Al final, su esposa llegaba con tacos de papa, frijoles y salsa.

“Era una pequeña familia esa clase”, comentó Xochitl Castillo, quien asistió a los cursos a partir de 2017. Le encantaba tanto aprender sobre su herencia que ella y algunos otros crearon un grupo de estudio después de la escuela en el parque, justo después de clase. De vez en cuando también llevaba a su padre.

Héctor Bonilla comenzó clases con Vázquez en 1997. Aprendió rápidamente y su temachtiani (maestro) se dio cuenta. Durante la clase, Vázquez le dijo a Bonilla delante de todos que debía convertirse en un maestro como él y ayudar a los más avanzados. Juntos podrían cubrir más terreno.

Pero antes de que tuviera una oportunidad, Vázquez pospuso la clase por problemas de salud. Entonces la pandemia interrumpió las reuniones en persona. Bonilla nunca tuvo la oportunidad de cumplir con la petición de su maestro, pero espera hacerse cargo de las clases en el futuro.

“Lo menos que puedo hacer es compartirlo con quien quiera aprender”, señaló. “Ese era su sueño. Si devuelvo esos años, más o menos el mismo tiempo que él me dio, creo que seguiré el camino correcto”.

A Vázquez le sobreviven su esposa, tres hijos y cuatro nietos.

Para leer esta nota en inglés haga clic aquí

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